- FECHA
- 21/01/1955
- REMITENTE
- Francisco Ayala
- DESTINATARIOS/AS
- Luis Muñoz Marín
- DESTINO
- San Juan, Puerto Rico
- ORIGEN
- S.l.
- FICHA DESCRIPTIVA
[Carta mecanografiada]
- DEPÓSITO DEL ORIGINAL
- Fondo Jaime Benítez. Universidad de Puerto Rico
Carta de Francisco Ayala a Luis Muñoz Marín (21/01/1955)
21 de enero de 1955
Hon. Gobernador
Sr. Luis Muñoz Marín,
La Fortaleza,
San Juan, Puerto Rico.
Querido y respetado amigo:
Con mucho gusto hubiera ido a saludar a ustedes en las pasadas fiestas de Navidad y Año Nuevo si no fuera porque estuve esos días en Nueva York con la familia. A mi regreso me he enterado de las últimas escaramuzas periodísticas relacionadas con la Universidad, y voy a permitirme –ya que hace tiempo no he tenido ninguna de aquellas entrevistas con usted que tan placenteras me resultaban– entretener su atención discurriendo un poco por escrito sobre el movimiento político puertorriqueño cuyos fenómenos vengo observando desde hace algún tiempo con mucha atención. Creo que puedo atreverme a ello amparado en algunos títulos, aparte de su bondad acreditada para conmigo. El primero, es el de mi interés por el desarrollo de este país al que me he incorporado por una decisión particularmente libre, que por rara excepción me han permitido las circunstancias de la vida. Ningún desmedro significaría, desde luego, el que me hubiera visto obligado a acogerme a él por necesidad; otras veces y en otros lugares me ocurrió así; pero por suerte mi relación con Puerto Rico fué desde el comienzo, y ha seguido siendo, muy singularmente determinada por motivos desinteresados. Aun en los cinco años que llevo aquí me han hecho ofrecimientos y solicitaciones diversas de otras partes. Concretamente del Dr. Friedrich me pidió que me fuera a trabajar con él a los Estados Unidos; Benedicto Silva me ofreció en el Brasil una posición notablemente superior, desde el punto de vista económico, a la que aquí tengo; y en cualquier momento que quisiera, podría tener ocupación remunerada en las oficinas de la Unesco en París, como les consta al Rector y a Muñoz Amato. De todas estas ofertas sólo acepté una de las Naciones Unidas hace algún tiempo, con el propósito de abreviar algo la separación de mi familia, que ha de durar hasta que mi hija termine su carrera; y eso, con el compromiso de regresar en plazo breve, pues le prometí a Jaime Benítez no dejar abandonada la obra editorial de la Universidad que con tanto entusiasmo habíamos comenzado. De hecho, ni siquiera llegué a cumplir el contrato de un año que había hecho con las Naciones Unidas, y durante los meses que allí estuve seguí dirigiendo, mediante una correspondencia incesante y personal, aunque sin remuneración de la Universidad, las publicaciones de ésta.
Me da bastante vergüenza sacar a relucir todas estas cosas; pero tengo que hacerlo, porque me consta que en la avalancha de chismes e inmundicias que se han echado sobre nuestro amigo Benítez, mi actuación y sueldo en la Universidad han entrado muy en juego. Respecto de esto último, no quiero dejar de decir, ya que lo menciono, que me parece ridículamente desproporcionado para la labor que realizo. Mucho más gana Caillois en París por el exclusivo trabajo de hacer la revista trimestral de la Unesco, con la que La Torre sostiene el parangón ventajosamente. Pero yo, no sólo hago La Torre, sino que he puesto en marcha varias series de publicaciones que, si continúan, le darán a Puerto Rico el prestigio que a la Argentina y a México le dieron hace diez años sus respectivas industrias editoriales. Y para postre, dirijo el Curso Básico de Ciencias Sociales. Cuando el año pasado se confeccionó el presupuesto universitario, que hoy está en vigor, el Decano de Administración me dijo que iba a proponer, por considerarlo de justicia, un aumento de mi sueldo; pero el Rector no necesitó explicarme demasiado los motivos por los cuales prefería dejarlo como estaba. Le contesté que mientras pudiera yo atender estrictamente a mis gastos, no pedía otra cosa, pues lo que hago aquí no lo estoy haciendo por dinero. ¿Sería acaso por vanidad? No encontrará usted mi nombre ni en la revista ni en ninguna de las colecciones que estamos lanzando. La verdad es que lo único que me mueve a realizar en Puerto Rico esta obra es un entusiasmo profundo por lo que significa el destino y desarrollo actual de este pueblo en relación con los valores de cultura que para mí tienen primer rango: liberalismo, democracia y formación espiritual dentro del ambiente constituido por las tradiciones de nuestra comunidad lingüística. Estoy convencido de que las circunstancias que fueron adversas para Puerto Rico se han tornado favorables en el giro histórico de entre las dos guerras mundiales, y estoy convencido también de que su gobierno, con la creación dinámica del status actual, representa ese desenvolvimiento y es su instrumento adecuado. Por tener esa convicción, la he proclamado desde bien pronto con una claridad y firmeza que muchos de mis amigos (penetrados, sin saberlo, como es frecuente hoy, de las ideas nacionalistas) estimaron imprudente en un extranjero. Me siento satisfecho, sin embargo, de haber contribuido bastante, fuera de Puerto Rico, y también entre mis jóvenes colaboradores de la Universidad, a esclarecer los rasgos de un status político que se separa de las fórmulas tradicionales, por lo mismo que está anticipando a su manera la realidad política de nuestro futuro. Como le digo, éste es el único motivo que me ha hecho preferir Puerto Rico como lugar de mi vida y mi trabajo a cualquier otro lugar.
Y una vez terminada esta apología, demasiado larga, pero tal vez indispensable dadas las circunstancias, paso a ofrecerle a usted mi impresión, valga por lo que valiere, de los acontecimiento o remolinos, quizá vanos, del momento.
No pretenderé descubrirle a usted lo que me parece obvio: que toda la agitación producida últimamente alrededor de la Universidad y de la gestión rectoral será instrumentada polémicamente de un modo tan pobre que apenas consigue disimular los verdaderos móviles y tensiones personales a que responde. Las imputaciones son absurdas, y toda esa discusión en torno a Puerto Rico y el Occidente, es pura pamplina. Resulta asombroso que se puedan decir, repetir y publicar tantas inepcias y mentiras sin sonrojo. Pero no porque sea cobertura de otra cosa deba pasarse por alto esa instrumentación, ya que la gente racionaliza y argumenta siempre a base de aquello que anda rodando por las cabezas, y termina al final por robustecer las “ideas” que ha manejado como proyectiles. Por eso me parece que no está de más meditar un poco sobre el arsenal “ideológico” empleado en esta ocasión contra la Universidad. Caracterizarlo es fácil: se trata de los lugares comunes del nacionalismo, tan manoseados y gastados en todas partes; supervaloración de todo lo que, mejor o peor, sea producto de la tierra; idealización intransigente del pasado, de lo típico; xenofobia, etc., etc.
Todo esto me parece especialmente grave en el caso de Puerto Rico, y ello por dos principales motivos. El primero, que la adopción de la actitud nacionalista en una comunidad tan pequeña como ésta, tiene que derivar enseguida hacia lo grotesco. Tomemos por ejemplo la literatura. Los escritores de Puerto Rico forman parte, desde este punto de vista, de la literatura del idioma español, como Lope de Vega, que nació en Madrid, como Sarmiento que nació en San Juan del Cuyo, o como Rubén Darío que nació en Metapa. Aquí ha nacido Palés Matos, que pertenece a todos los que hablamos español. Pero pretender constituir una literatura puertorriqueña enana, carece de toda justificación literaria; es aplicar al caso criterios geográfico-políticos; literariamente no tendría mayor justificación que constituir una literatura mayagüesana o una literatura de las Grandes Antillas. Y el único efecto práctico sería infligir a los estudiantes la obligación de formar su espíritu en escritores de escaso relieve, porque nacieron en Coamo o en Ponce, privándolos de los estímulos mayores, y desposeyéndolos insidiosamente de su gran herencia al proponerles paradigmas mediocres, para que unos cuantos profesores, con escaso esfuerzo, puedan explayar sus complacencias nacionalistas. Si pasamos al terreno político, improvisar a base del Grito de Lares y de la masacre de Ponce una gloriosa historia nacional, también en miniatura, y esto en el mundo actual, en que se integran cuerpos políticos colosales, cuando hasta Francia se resigna a meterse en el bolsillo la manía de sus glorias para entrar en integración con Alemania e Italia, resulta sencillamente insensato. El pasado y el presente de Puerto Rico son tan dignos y tan dramáticos que pueden estudiarse con el espíritu conmovido, prescindiendo de la falsificación mediante las recetas del énfasis patriotero.
El principio de la asociación libre con ciudadanía común descansa, evidentemente, sobre la actitud profundamente liberal que cifra todos los valores en el individuo humano y que considera las organizaciones políticas como una instrumentación al servicio de la libertad de éste. Los hombres de Puerto Rico pueden participar con los norteamericanos en la ciudadanía, como participan con los hispanoamericanos y españoles de el [sic] idioma; y entre ellos, los católicos participan con polacos, italianos, norteamericanos, etc., en la Iglesia; los protestantes de las diferentes denominaciones con sus correligionarios de los diferentes países, y los aficionados al ajedrez con los que comparten la misma afición en todas partes del mundo. Pero si se pone por encina de todo, como valor supremo o criterio cardinal, la “puertorriqueñidad”, entonces el Estado Libre Asociado pierde sus fundamentos de buena fe para convertirse en un artigul [sic] para proteger subrepticiamente el desarrollo nacionalista de un país débil y pobre que no tiene condiciones para asumir la soberanía en una época en que este concepto está mandado a retirar. Quizá exagero en esto, pero confieso que la vanagloria nacional me parece una de las pasiones más detestables; y en mi país natal debimos sufrirla tanto que a mucha gente nos daba náuseas ya hasta oir el nombre de los Reyes Católicos.
Veamos ahora lo que puede haber dejado de ese revestimiento ideológico, descontando las causas concomitantes de encono personal que por los más diversos motivos se producen siempre en las relaciones internas de todo grupo. Para descubrir estas causas concomitantes, si interesara, sería necesario intentar un análisis particular de cada caso. Pero lo que interesa es señalar los factores generales. En los términos más simples, directos, y concretos, creo que la ofensiva desencadenada contra el Rector debe atribuirse al éxito mismo de su gestión al frente de la Universidad. Cualquier funcionario que se limite a desempeñar su cargo de un modo rutinario, siquiera sea discreto, suscita una benevolencia matizada de las pequeñas críticas habituales alrededor suyo. Pero una gestión brillante y favorecida por el éxito, despierta irritaciones y envidias que alcanzan a veces el paroxismo del odio. Esto es perfectamente explicable en términos psicológicos, ya que esos éxitos brillantes y tangibles ponen en evidencia los fracasos o por lo menos la falta de logros de quienes no han tenido en su campo análoga fortuna. Nada más inquietante y amargo para el que no ha querido, podido o sabido resolver los problemas planteados en su campo, que el espectáculo de la solución de análogos problemas en otros sectores y por obra de otras personas.
Pero observando más allá de este hecho psicológico palmario, y relacionándolo con la sociología total de la situación, tal vez pueda aclararse bastante el panorama desde una perspectiva mayor. Puestas las cosas en este plano, toda la intriga servida contra la administración universitaria, y la ofensiva desencadenada con el Rector, podrían describirse como un movimiento históricamente reaccionario dentro del gobierno. El régimen que usted encabeza ha sido, como decía antes, el instrumento, pero también el resultado de un gran desarrollo social de Puerto Rico. Toda la complejidad de este desarrollo puede reducirse a esta fórmula: cambio desde una sociedad rural de pequeñas comunidades a una sociedad industrial que tiende a hacerse homogénea, según está cifrado y se visualiza ya en el crecimiento actual del área metropolitana. El observador atento a esta clase problema [sic], descubre fácilmente que estamos ahora mismo, hoy, en el momento de la transición desde un tipo de sociedad a otro; y no sólo en el aspecto económico y ocupacional sino también en el de las pautas sociales. Es curioso, por ejemplo, que, siendo ya esa área metropolitana una “gran urbe” todavía prevalecen en ella actitudes y relaciones aldeanas, tanto para lo bueno como para lo malo. Resulta inverosímil, en efecto, que en una población tan densa siga conociéndose personalmente todo el mundo, los chismes de cada cual trasciendan a todas partes, y la vigilancia recíproca conserve los caracteres asfixiantes de la aldea. Pero es claro que esto va a desaparecer de un momento a otro, porque las condiciones de vida imponen inexorablemente su sello a quiénes están sometidos a ellas, y se reflejan en el conjunto de las actitudes sociales. La política desarrollada por el gobierno (que a su vez es órgano del crecimiento de la sociedad) ha cambiado las condiciones generales de vida del pueblo, y este cambio es irreversible; ya no puede volverse atrás. Desde mi observatorio de la Universidad, y en mi trato diario con sucesivas promociones de estudiantes y con los jóvenes profesores, he podido comprobar un rapidísimo cambio en las actitudes, preocupaciones y sensibilidad, cambio que en el aspecto más superficial y por lo tanto más visible se traduce en la aceptación de la política del gobierno e incluso en la adhesión a ésta, por contraste con la hostilidad general que se podía percibir hace pocos años; pero este cambio de actitud no debe tomarse en su superficialidad, pues pudiera ello ocasionar amargas decepciones, ya que la nueva generación reconoce las posiciones actuales del poder público como algo adquirido, razonable y obvio, pero al mismo tiempo es sumamente crítica respecto de las fallas particulares de los funcionarios, y sobre todo siente repugnancia por una manera particular de entender la vida y los problemas del país que no corresponden ya a la visión realistas de estos nuevos ciudadanos, surgidos a la vida pública dentro de un ambiente de seguridad dentro del que se han despejado muchas de las viejas angustias, inhibiciones y fetichismos. Veo aflorar una generación de puertorriqueños completamente distinta en su tono vital y en el modo de enfrentar la realidad, a la generación que acompañó a usted en el cambio decisivo de Puerto Rico. Y si yo lo veo, ¿qué de extraño tendrá que lo perciban también, con inconsciente recelo, inquietud y temor, quienes se han quedado atrás respecto del desarrollo del país? Entonces adoptan frente a la nueva realidad en ciernes una posición reaccionaria. Negar la obra del Rector en nombre de un tradicionalismo apoyado en esa realidad puertorriqueña que ya se desvanece, no es en el fondo otra cosa que negar a esa nueva generación ya presente. ¡Intento de dramática vanidad! Es muy cierto que hay factores legítimos en la nostalgia del pasado y en el amor a todos los valores vernáculos. Sin duda, puede verse en ello un romanticismo de buena ley, y, desde luego, está muy justificada la pretensión de conservar todo lo conservable y como ello sea posible. Todos los pueblos, que ven desaparecer hoy su folklore, se ha [sic] aplicado a archivarlo en discos de gramófono, cintas magnetofónicas, y por otros procedimientos más o menos mecánicos. Desde luego, debe hacerse así, evitando que se pierdan los documentos del pasado. Pero la pretensión de erigir todo eso en programa de gobierno es, no sólo reaccionaria, sino ilusoria, pues contradice por completo los datos de la realidad social. Los gobiernos que estimulan a las multitudes con una explotación de esos valores lo hacen, muy sagaz aunque malvadamente, para engañarlas y seducirlas hacia objetivos tiránicos. Los [sic] hizo Hitler, lo ha hecho Franco y lo está haciendo Perón ahora. Si seriamente y de buena fe hubieran pretendido estos gobernantes tomar, no como señuelo, sino como programa tales valores, en el seno de una sociedad abierta, democrática, al cabo de un poco tiempo hubieran quedado eliminados por el propio mecanismo de la democracia.
En el caso de Puerto Rico, la formidable velocidad del cambio social plantea un problema serio a sus gobernantes. Quien ha hecho el servicio de crear la situación dinámica en que está hoy el país debe aprontarse a guardar el paso con ese dinamismo, manteniéndose en contacto con los nuevos elementos de la sociedad y explorando en ellos el futuro. Colocado usted, por su autoridad personal, en un plano tan eminente, creo que la mayor desgracia para Puerto Rico sería que perdiera de vista a los núcleos activos donde puede escrutar el futuro para anticiparlo con su acción de gobernante.
Una de las grandes dificultades con que ha luchado Puerto Rico es la falta de minorías directivas provistas de las capacidades técnicas que la tarea a cumplir exigía. La tónica del país era la correspondiente al abatimiento en que lo tenía su falta de perspectivas dentro del status colonial del que usted lo ha sacado. Precisamente el empleo de extranjeros ha sido uno de los medios al que se acudió para subsanar aquella deficiencia. Es un recurso del que han echado y siguen echando mano todos los países cuando lo necesitan. Pero, naturalmente, la nueva situación favorece el desarrollo de esas capacidades en miembros de las jóvenes generaciones, que no sólo comienzan a estar preparados en los diferentes terrenos, sino que también, como es inevitable, han desarrollado una mentalidad y una sensibilidad diferente a las de las generaciones nacidas en un ambiente distinto. Sería contraproducente tratar de imponer a aquéllos criterios reaccionarios de un neonacionalismo cultural.
Cuando el prestigio de un jefe político le garantiza, no sólo la adhesión popular y la confianza de las masas, sino también el respeto de sus adversarios, y se tiene la conciencia general de su indisputada misión histórica, su posición es distinta de la de un jefe de partido que pone en práctica su programa desde el gobierno. La diferencia consiste en que este programa sería tan sólo un momento dialéctico en el desarrollo del país, mientras que la posición superior de usted reclama una continuidad en la integración de fases sucesivas, y por lo tanto de programas renovados tantas veces como el desarrollo del país lo requiera; y tanto mejor si esta renovación es paulatina en lugar de brusca.
Me parece que ha llegado la hora de una de esas renovaciones de programa (a veces, la consecuencia del replanteo puede ser meras intensificaciones); y el que se haya suscitado una actitud reaccionará [sic], signo de cansancio y temor en algunos, lo confirma. Entregarse a ella sería tanto como rendirse, declinar, y dar ocasión a que nuevas agrupaciones se apresten a cumplir la próxima etapa. Yo estoy seguro de que usted no está cansado, ni le asusta el porvenir, y de que, mientras su vida dure, será usted quien presida el desarrollo del país. Por lo mucho que lo estimo y admiro voy a atreverme a prevenirlo contra el aislamiento palatino que es la fatalidad de los gobiernos prolongados. Sus dotes conocidas le aseguran la comunicación con las masas en los momentos decisivos; pero una de las tareas más difíciles de cumplir, aunque indispensable, para quien ocupa cargo supremo en el gobierno, es establecer contacto con los mejores elementos de la sociedad, con los núcleos vivaces, dinámicos, abiertos al porvenir; con las personas capaces de desarrollo y crecimiento interior.
Termino rogándole que disculpe tan largo escrito y que, en el peor de los casos, lo interprete como una manifestación de mi afecto y buena voluntad.
Le saluda su afectísimo
FRANCISCO AYALA
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