Carta de Francisco Ayala a José R. Marra-López (06/02/1963)
Nueva York, 6 de febrero 1963
Mi querido amigo:
Contesto enseguida a su carta, como me pide, para que pueda tener en cuenta mis observaciones cuando haya de corregir
el texto para la nueva edición. Estas observaciones son, como verá enseguida,
de menor alcance. Lo que en verdad importa –y me apresuro a felicitarle de la
manera más cordial– es el éxito del libro, éxito que usted merece ampliamente
por su trabajo, su inteligencia y su valentía, pero que hubiera podido no
tenerlo si las circunstancias «objetivas» no fueran tan oportunas. Éstas
confieren a la aparición del libro el carácter –y no exagero– de acontecimiento
nacional. Lo que me cuenta confirma lo que yo preví apenas pude ver el libro
publicado. Nada podrá echarlo para atrás ya. Vendrán quizás las críticas de
aquellos a quienes no se puede responder; pero: mejor, que vengan. A estas
alturas reacciones tales sólo pueden reforzar el éxito del libro. Otras
críticas serán, sin duda, las reticentes inspiradas por la mala conciencia de
quienes, habiendo podido hablar, estuvieron callados durante tiempo y, tiempo
como putas, y ahora se ven puestos en evidencia por el libro de usted, que
viene a destaparles la caca. ¿Para qué nombrarlos? Son gente que se ha pasado
veintitantos años despotricando contra la censura en la tertulia del café, y
que ahora, en su fuero interno, es decir, desde el fondo de su caca, seguirán
maldiciéndola por haber mostrado lenidad en esta ocasión.
Aquí, hasta ahora –pues el libro no ha
llegado aún a las librerías– la única reacción que conozco es la de Casalduero,
a quien presté mi ejemplar, y que coincide en un todo con mis apreciaciones.
Hay expectativa, sí; no ha faltado quien reciba carta de España hablándole del
libro. Estoy seguro de que en América se venderá muy bien.
Paso ahora a formularle mis
observaciones. La primera y más importante sería que usted exagera el parti pris contra la literatura
«gratuita» de la preguerra, con una actitud beligerante que quizá no
corresponde ya al momento actual. Ha pasado tiempo suficiente como para que
aquella fase se contemple con distancia más bien que con hostilidad. Se trata
de un pretérito cerrado, que tuvo sus razones, como las tiene el presente; y
cuando éste a su vez sea pretérito y se establezcan las comparaciones entre los
resultados concretos, entre las obras, que es lo que cuenta, creo que crecerá
la magnitud de ese momento que usted condena. Ahora mismo empieza a
revalorizarse críticamente la figura de Jarnés (varios estudiosos se ocupan de
su obra), y desde luego la de Gómez de la Serna, que ha muerto en eclipse (et pour cause...), resurgirá como
una de las más significativas en la literatura, no española, sino mundial.
Calculo que la molestia de Marías y de Torre viene de eso, ¿no? Yo –usted bien lo
sabe– coincido con la posición de usted, quizás porque, confluyendo mis dotes
personales con las exigencias de la nueva época, he seguido viviendo
literariamente y no estoy solidarizado en términos vitales con mi pasado; pero
su actitud al respecto me parece excesiva (y compárela con la de E. de Nora, que
en el fondo piensa igual, pero que no se cree en el caso de echar a la basura
las obras que le parecen mejor logradas dentro de aquella estética).
Otra cosa: usted se muestra demasiado
preocupado, y es natural, con las consecuencias literarias del exilio, y
descuida el estudiar las obras de los exiliados en lo que no se relaciona
directamente con España o con su situación. No sé si esto será objetable; quizá
no lo sea: se trata de un punto de vista. Desde el mío, hubiera preferido que
usted considerase la circunstancia de ser españoles y exiliados como una,
importantísima, pero no la única que cuenta en la intencionalidad de la obra.
Voy a sugerirle que haga varias
rectificaciones de hecho, algunas indispensables, pues, por ejemplo, en la nota
de la pág. 220
me
atribuye libros que no son míos. Esas rectificaciones van en hoja aparte, para
mayor comodidad de ambos.
Y –no con carácter de rectificaciones,
sino como aclaración mínima– quiero referirme a lo que apunta usted en relación
con el lenguaje. Es para mí el punto de máximo interés, pues como escritor creo
que la creación literaria radica precisamente en el lenguaje, y que el
contenido significativo depende por completo de las palabras. Las que a usted
le han extrañado pertenecen todas a diversos niveles de intención, como quiero mostrarle
tomando algunos casos, Por ejemplo: entrar a es tan correcto
gramaticalmente como entrar en; y a mí me interesaba subrayar el movimiento desde fuera hacia
dentro, antes que el término de ese movimiento, para definir el estado de ánimo
del sujeto. Son pequeños matices destinados a vivificar o sensibilizar la
expresión. En verdad, las expresiones que le han llamado la atención, más que
«filtradas», responden a una intención muy consciente de orden selectivo. Otro
ejemplo: arruinar
el estómago se
dice en algunas partes, pero yo no lo empleo, claro está, para dar color local,
sino para transmitir, mediante una sutil indicación, el clima moral y la visión
íntima que el personaje tiene de su propia vida. Con esto, el verbo se hace
significativo, mucho más que lo hubiera sido el usual «estropear». Otro caso
más: el verbo «atacar» por atar (primera acepción del diccionario de la
Academia) no lo he oído nunca en América, pero sí en España, sobre todo en el campo.
El uso de las palabras da muchas sorpresas, y puedo asegurarle que son muy
pocas las que en realidad deben valer como sudamericanismos o americanismos. El
problema que yo me he planteado en relación con los ambientes idiomáticos es el
de producir un lenguaje, no típico, sino que dé la impresión de serlo, sin
resultar por ello ininteligible, y creo que lo he conseguido. En la Revista de la
Universidad de México escribe un crítico con referencia a El fondo del vaso
que
yo he elegido «un idioma peculiar con vetas de todos los dialectos nacionales
del castellano que se hablan en Hispanoamérica»; y ésa es la impresión que él
recibe, pero no hay tal; son las inflexiones, destinadas a caracterizar al
personaje que habla o al medio social que se describe. (Así, la palabra
«evento» está muy intencionadamente destinada a fijar una nota de cursilería
chabacana, etc.) En la única narración donde establezco localización concreta y
típica es en «El encuentro», situado en el Buenos Aires del peronismo y con un
personaje peronista; y ahí tuve que hacer frente a la cuestión de producir un
lenguaje que perteneciera al lugar y a la clase social y al personaje que
habla, y que sin embargo pudiera entenderlo el lector de La Habana, de México o
de Madrid. Me parece que transmito hasta el acento, y sin embargo no necesita
vocabulario alguno. Me sirvió de lección el acierto y desacierto de
Valle-Inclán, creando –él sí– un idioma peculiar con vetas de dialectos, y
desde luego sorteé esas dificultades, para no hablar de los disparates en que
incurriría Cela con su Catira.
Sobre esto, ya es bastante y
demasiado. Pero es punto que me interesa excepcionalmente, y por eso me he
extendido.
Termino aquí esta carta, ya muy larga,
y quedo a la espera de sus noticias. No hay que decir que estaré encantado de
serle útil en lo que pueda, con las informaciones a mi alcance.
Cordialmente suyo.